viernes, 14 de noviembre de 2025
Ser la flor que huele
En abril de 2015, poco después de la muerte de Eduardo Galeano, el periódico “La Jornada” publicó el artículo “Eduardo Galeano: los inmoribles”, firmado por la periodista y escritora argentina Stella Calloni. En esas líneas, Calloni evocaba al escritor uruguayo que desafió y denunció las narrativas que pretendían homogeneizar la vida. Galeano fue una voz insumisa frente al discurso único de la globalización, cuyos textos se oponían a la uniformidad del pensamiento.
En una de las entrevistas que Calloni le hizo, el autor de “Las venas abiertas de América Latina” advertía con claridad que “nunca el mundo había sido tan desigual en las oportunidades que ofrece, al mismo tiempo que se vuelve cada vez más igualador en las ideas y costumbres que impone”. Era, decía, “una paradoja terrible que retrata el fin del siglo de no muy amable manera, donde se nos obliga a pensar todos iguales, a vestir todos iguales, a comer las mismas cosas. Incluso se ha ocupado el lugar de las comidas locales”. Y añadía: “Yo creo que hay que estar a favor de la autodeterminación en las comidas, como en todo, porque las comidas locales son una de las energías culturales más poderosas que los países contienen”.
La cita, leída hoy, no solo es una reflexión sobre la pérdida de diversidad cultural: es también una alerta sobre el riesgo de olvidar quiénes somos. “La gran uniformadora de costumbres es la televisión”, concluía Galeano, “que nos lleva a no pensar con nuestra propia cabeza, a no sentir, y nos hace incapaces de caminar con nuestras propias piernas”.
Mientras releo esas palabras, recuerdo que he tenido el privilegio de caminar por las calles de Buenos Aires, escuchar el rumor de las cataratas del Iguazú donde Argentina se asoma a Brasil y Paraguay, y recorrer una parte de Uruguay, Chile y Perú en compañía de Eric y Luzma. En esos viajes aprendí que la identidad latinoamericana no se sostiene en los discursos oficiales, sino en los gestos cotidianos: el saludo compartido, los sabores que atraviesan las fronteras con nombres distintos pero con la misma raíz: el maíz o el choclo, los frijoles o los porotos.
Sin embargo, me sigue sorprendiendo lo poco que nos reconocemos entre nosotros. Los países latinoamericanos estamos muy cerca y, sin embargo, muy lejos. Las fronteras culturales parecen más sólidas que las geográficas: basta entrar a una sala de cine mexicana para notarlo, entre decenas de pantallas, apenas una proyecta una película nacional, y su permanencia será, acaso, de una semana. Las demás difunden historias ajenas con voces que no nos nombran. En la radio ocurre algo parecido: encontrar música latinoamericana es casi una tarea arqueológica, mientras las canciones del norte del Río Bravo inundan las frecuencias con su constante presencia.
En el sur de la Ciudad de México, que algunos conocen como “los suburbios”, las avenidas están llenas de franquicias idénticas: McDonald’s, Kentucky Fried Chicken, Domino’s Pizza, Krispy Kreme, Little Caesars, 7-Eleven y numerosas tiendas Oxxo. En ellas nunca se refleja nuestra manera de comer y de consumir, el modelo se caracteriza por la prisa y la seducción de lo fácil. Galeano tenía razón: también en la mesa hemos perdido la autodeterminación. El gusto se ha vuelto importado y uniformado. Ya no comemos lo que somos, sino lo que se nos dice que debemos desear.
Y mientras eso ocurre, en el terreno político se anuncia que Trump, ha declarado que su país está “en guerra” contra los cárteles del narcotráfico latinoamericanos y voces de la derecha de esta zona del mundo —con total perversidad— piden su intervención. En medio de esa vorágine mediática que se ha ocasionado, muchos pierden la brújula: ya no saben con qué país identificarse, ni qué historia defender. La globalización prometió acercarnos, pero lo que hizo fue disolver nuestras identidades.
Conviene recordar entonces que Américo Vespucio llamó “La cuarta parte del mundo” al entonces desconocido continente americano. América Latina, desde México hasta la Patagonia, abarca más de nueve millones de millas cuadradas, un territorio más extenso que Estados Unidos y Canadá juntos. Pero lo verdaderamente vasto no es su geografía, sino su cultura. Somos herederos de civilizaciones que veneran la tierra y la palabra, que cultivaron el maíz, la música y la memoria. Y es urgente tomar conciencia de esa herencia, defenderla con la misma fuerza con que Galeano promovió la dignidad de los pueblos.
Por eso vuelvo a sus palabras, a su desafío: “No le pido que describa la lluvia —escribió— aquella noche de la visitación del arcángel: le exijo que se moje. Decídase, señor escritor, y por una vez al menos sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista que aroma.” En tiempos donde la uniformidad amenaza con borrarlo todo, atreverse a oler, a saborear, a hablar con voz propia es el más simple y el más valiente acto de resistencia.
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